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La paz: sistema y cuerpo. Blog Fonología

La paz: sistema y cuerpo. Blog Fonología

Hace más de un par de décadas, el Mto. Eduardo Grecco fundó un campo de conocimiento que denominó Fonología Corporal, un espacio que comprende al cuerpo como un hecho de lenguaje y en donde convergen no solo las memorias personales sino las arquetípicas y constelares. El hecho de considerar al cuerpo desde su dimensión simbólica posee una larga tradición en el campo de la terapéutica, las Ciencias Humanas y la Filosofía, pero lo que aporta el Mto. Grecco es una lectura emocional del cuerpo en donde biología, vínculos, familia y alma se conjugan. Les compartimos un escrito del Mto. Grecco con la finalidad de acercar esta perspectiva al conocimiento de todos. 

 

La paz: sistema y cuerpo

 

                                                                 Eduardo H. Grecco

                                                                                                              

“El amor es una sensación que emana del corazón y por la sangre alcanza a cada célula del cuerpo.” Alexander Lowen

 

 

Alexander Lowen solía insistir en el hecho que la verdad está en el cuerpo. Postulado que formulado de ese modo adquiere un especial sabor ontológico que permite sustentar la idea que el cuerpo es la casa de la verdad del ser.

Es interesante que este principio, que ya estaba contenido en la mirada de Sigmund Freud, fuera puesto sobre la mesa desde un lugar aparentemente tan distal al Psicoanálisis como las Constelaciones Familiares. Allí, en el escenario que convoca y revive la trama constelar, el cuerpo de los participantes habla y grita esa verdad que permanecía silenciada, hasta ese momento, para la consciencia.

Desenterrar lo escondido es posible, dado que, tal como enseña la Fonología Corporal, no tenemos un cuerpo, somos nuestro cuerpo; no habitamos un cuerpo, el cuerpo nos habita. Del mismo modo, agrega este arte terapéutico, no tenemos una familia, somos nuestra familia; no habitamos una familia, la familia nos habita. Y, nos habita en el cuerpo. Nuestros órganos, vísceras y glándulas son nuestros ancestros morando en nuestro cuerpo. Somos los otros en nosotros. Los otros de mi sistema viven en mi cuerpo.

En este campo de transformaciones del cuerpo a la familia y de la familia al cuerpo, donde la familia es una unidad corporal y el cuerpo es una unidad familiar, se verifica que las mismas leyes de organización del sistema familiar son las que ordenan al cuerpo. La ley espacial: tanto la familia como el cuerpo son geografía que impone condiciones de expresión a los afectos. Las emociones suprimidas no retornan a cualquier parte del cuerpo, sino que existe una ligadura preferente entre ciertas emociones y ciertos segmentos corporales. La ley temporal: tanto familia como cuerpo son memoria, un campo de información que guarda el registro de todas las historias sucedidas, en suceso y por suceder. La ley organizacional: tanto la familia como el cuerpo son expresiones de la vida. La vida construye formas que actúan como el armazón de un proceso organizacional, dinámico e inclusivo, que combina diseños corporales y familiares con movimientos (afectos, cogniciones, experiencias, vínculos) en una estructura, donde se entrelaza naturaleza y cultura. Esa estructura ordena las “aventuras” y desarrollos de la biografía, tanto del cuerpo como de la familia. En ella, también, se dibujan las huellas de tensiones, desafíos, placeres, dolores, encuentros, desencuentros, consuelos, desconsuelos, tristezas, alegrías, amores y desamores de la existencia. La ley simbólica: tanto familia como cuerpo son habla, discursos polisémicos henchidos de itinerarios personales y transpersonales. El cuerpo al igual que la familia son organismos articulados como lenguaje. Representan, expresan, señalan y crean, como lo hace el lenguaje. 

Es cierto que una función esencial del cuerpo es ofrecerse como forma de comunicación. Pero, este quehacer se despliega a través de la presencia de una estructura vincular que da sentido, historia y contexto a esa comunicación y le permite, al cuerpo, ir más allá del sobrevivir, para expandirse al vivir y la trascendencia. Por ese sendero, el cuerpo se convierte no solo en pivote (M. Merleau Ponty) sino en despliegue de potencialidades de la existencia. Es cuando el cuerpo se vuelve corporalidad.

Jean Piaget ofrece una interesante definición de estructura. Dice: “Una estructura es un sistema de relaciones y de transformaciones que implica leyes como sistema, y que se conserva o se enriquece por el juego mismo de sus transformaciones”. Lo singular de esta perspectiva es la presencia de una mirada que considera la estructura como totalidad en transformación autorregulada, términos que son aplicables tanto al cuerpo como sistema como al sistema familiar.

Sin embargo, la realidad indica que habría que agregar a la afirmación precedente la idea de Maturana y Varela en torno de incluir en todo sistema una cualidad de autopoiesis. Esto permite tomar en cuenta que, tanto en el cuerpo como en la familia, las dinámicas que les dan vida constituyen una red de procesos que logran transformar sus integrantes y que, al mismo ritmo, son transcursos en los que el mismo sistema gestiona su identidad con relación al entorno.

Esto implica que el sistema posee capacidad de autonomía, auto – reproducción e idoneidad para establecer cánones de pertenencia, donde la identidad juega un rol no solo de medida de inclusión sino de diferenciación de otras identidades sistémicas, ya sea familiares o corporales. Empero, de modo dialectico, los componentes que forman el cuerpo y la familia ejercen, por sus propias modificaciones, efectos de redefinición del sistema. Nada ocurre, en la familia o en el cuerpo, en que el conjunto no esté afectado por el movimiento de lo singular. Y, en ese ir y venir del conjunto al individuo, de la familia a la persona, del cuerpo al órgano, y viceversa, para que cada quien encuentre su identidad y pertenencia, le es forzoso alcanzar cierta percepción de que su identidad guarda relación con su cuerpo. Integrar el hecho que identidad y cuerpo son inseparables; que identidad familiar, corporal y familiar no son agregados o colección, sino un mismo y complejo conjunto.    

También, cabe sumar otra condición: los sistemas corporales y familiares no están sujetos exclusivamente a un “orden” que obedece reglas y normas instituyentes sino, también, a un “desorden” o regulación diferente, que no actúa por principios atados a consciencia, lógica o cultura, sino que expresa un modo de manifestación diverso y vital de naturaleza inconsciente.

Esto implica pensar que la gramática que estructura la familia y el cuerpo, responde a comandos alejados de la experiencia cognitiva, que moran en la dimensión de la vivencia, en el territorio del sentir. Pero, no de cualquier sentir, sino del sentir silenciado a la conciencia. Un sentir sofocado que no se reduce a la memoria personal. Por el contrario, incluye todo el universo transpersonal (familiar, transgeneracional, ancestral y arquetípico).           

Si a lo anterior dicho unimos ahora la mirada vincular vamos a observar que el cuerpo aparece como lo que da sostén y densidad a nuestras relaciones, pero que son las relaciones las que dan significado al cuerpo (son la matriz de la iniciación del cuerpo como espacio simbólico) y que, los afectos, actúan de bisagra a través de la cual el cuerpo se hace vínculo y el vínculo posee existencia real en nuestra vida. En suma, se comprende que el cuerpo es un tejido de hilos afectivos entrelazados por obra del telar vincular. Que el cuerpo es relación hecha carne. Que el cuerpo es metáfora viva de patrones relacionales.

Tanto nuestro cuerpo, como el sistema familiar, como las relaciones, nunca están en quietud sino en pulsación, que consiste en una persistente búsqueda de equilibrio. Oscilación que puede ser armoniosa o disonante, proporcionada o desencajada y en la cual, entre uno y otro extremo, existen una serie de puntos de vaivén que poco pueden conectarse con algo disfuncional y que, en cambio, son testimonio propio de la naturaleza y carácter de la movilidad de los vivo. Sin embargo, en todos los gradientes es posible considerar algo mas cualitativo: la presencia o ausencia de paz. Inclusive la aparición de un talante activo de guerra.

En este sentido, entrelazando el eje de transformaciones que hemos establecido entre cuerpo y familia, es posible sustentar que la paz del sistema se refleja en la paz del cuerpo y que el cuerpo perturbado delata un sistema en guerra.

Ahora podemos preguntarnos ¿Qué es la paz del cuerpo?

De un modo muy sintético vemos que un cuerpo en paz es un cuerpo que siente cobijo, nutrición y afectos. Un cuerpo en donde estas necesidades alcanzan satisfacción.

Cuando en el sistema hay exclusión, la memoria de este dolor se traduce en falta de cobijo en el cuerpo, que se expresa, de modo no excluyente, en síntomas de piel e inmunitarios.

Cuando en el sistema hay secretos, la memoria de este dolor se convierte en falta de nutrición en el cuerpo, herida que se exterioriza, prevalentemente, en síntomas digestivos y del sistema nervioso.

Cuando en el sistema hay abusos y victimizaciones, la memoria de este dolor se traslada en el cuerpo en falta de afectos, vivencia que se muestra en síntomas respiratorios y endócrinos. 

De manera que, lo que la conciencia calla y la memoria olvida el cuerpo siempre narra, el cuerpo siempre cuenta. Toda la fisiología y anatomía del cuerpo posee una intención emocional. Y, la cartografía del cuerpo asigna vías de expresión a los afectos sofocados que retornan como síntomas. Esto supone que las emociones bloqueadas cuando regresan por la vía substitutiva de un padecer corporal no lo hacen en cualquier parte del cuerpo, sino que la arquitectura que cinceló el cuerpo en el proceso evolutivo, filo y ontogenético, ha dejado huellas asociativas entre segmentos corporales y afectos específicos. Estas huellas funcionan como “reglas de parentesco”, tal como las organizan el orden familiar. 

El cuerpo, entonces cuenta, pero no solo lo que tiene que ver con nuestra vida, sino que los síntomas y movimientos del cuerpo también dan a conocer las historias familiares silenciadas. Esto quiere decir que la presencia de conflictos sin saldar de nuestros ancestros se han hecho cuerpo en nuestra vida, bajo la traza de síntomas que operan tanto como testimonios de ausencia de paz como de solicitud de socorro.

Ahora de un modo más global nos preguntamos ¿Qué es la paz?

La paz es una vivencia interior: es ausencia de juicio, culpas, secretos, exigencias, prisas, tensión, críticas, rencores… Es estar conectados con nosotros mismos y despejar de nuestra vida todo lo que nos separa del amor.

Conectados a nosotros mismos vivimos en conexión con el sistema familiar. En esa conectividad, fundada en el ser fieles a nosotros mismos respetando el sistema, vivimos sin miedo, en fluidez, flexibilidad y espontaneidad. Vivimos en paz. Una paz que armoniza lo personal con lo comunitario dejando atrás tanto la soberanía individualista como la sistémica.

En esa dinámica colaborativa nace la paz. Y, en la paz, los afectos se serenan, se mueven de un modo honesto, claro y natural. Bajo esa condición se produce una transformación interior que convierte a la persona no solo en alguien que vive en paz, sino en un agricultor de paz. Alguien que labra y siembra paz. Alguien cuyas herramientas son concordia, acuerdo, armonía, conciliación, colaboración, sosiego, calma.

Sembrar paz conduce a cultivar relaciones compasivas y empáticas, buscar justicia y reconciliación. De manera que, la paz hace posible el amor. La paz es la tierra dispuesta para sembrar la simiente del amor.

Sin embargo, no hay que imaginar que el cuerpo sereno y en paz sea un cuerpo libre de dolor o síntomas. Mas bien es un cuerpo que expresa los sentires, que vive en paz porque no guarda pendientes, que sus canales de expresión y recepción están despiertos. Y que expresa no solo los afectos propios, sino los sentires de los otros que también somos nosotros. La familia que está en mí.

Que “Yo” sea la familia permite contar con una ayuda comprensiva para el desarrollo de la labor terapéutica, dado que, allí donde la familia no explica, el cuerpo habla y, allí donde el cuerpo calla, la familia revela. Una viva matriz de transformaciones que facilita dar luz desde un territorio a lo que en el otro es obscuridad. 

Entonces, un cuerpo en paz refleja el fluir de las emociones en la interacción familiar. Es un cuerpo que se reconoce en su verdad, se valida y con el cual cada quien tiene la oportunidad de reconciliarse desde el amor. Y, amar el cuerpo es amar el tejido familiar que lo habita. Amar el cuerpo y la familia es aceptar sus afecciones como dones. Veamos esto un poco más.

Los afectos bloqueados, sofocados no desaparecen, sino que intentan expresarse. Entonces, es posible que los afectos excluidos desanden su destierro y aparezcan como afecciones, queriendo ser escuchados. Pero, la afección no es un mal a erradicar. Puede ser vista como el hecho que nuestra alma acepta la propuesta de enfermar para resolver algo que los ancestros no pudieron. Inclusive, es posible considerarla como un gesto de amor de nuestra parte hacia quienes nos han precedido.

Sanar es generar conciencia. Y, la conciencia no es algo que emerge por sí sin que exista una preparación previa. Se necesita un clima propicio, una tierra dispuesta en donde no domine la pelea, el miedo, el poder o la competencia. Sembrar conciencia requiere que exista disposición a la paz. Una paz que es la ventana al amor, pues una paz que no se abre al amor es una paz infértil.   

Simbólicamente la paz reside en el corazón. El punto medio, el centro del mandala del cuerpo. Salirse de ese sitio, correrse del centro, abandonar el corazón supone alejarse de la paz y alejarse del amor y de participar en generar amor en los otros.

En una relación, para que lo sea en verdad, se comparten los afectos y nos compartimos en los afectos. El cuerpo permite el contacto real de toda relación, ya que, es el escenario donde encarnan los sentires. Un contacto real que se plasma más allá de la ilusión de los anhelos. Un contacto que es la ventana a la apertura amorosa.

Esa apertura amorosa se logra si se tiene Paz en el corazón. Arquetípicamente, en el corazón están los padres, de modo que en la paz del cuerpo participa la paz con los padres. Paz que no significa sujeción o aceptación sin sentido crítico. Si se consolida la conciliación con aquellos de quienes venimos desde un lugar maduro, habrá paz en el corazón y armonía en la vida.

Hay paz en el cuerpo cuando hay paz en el sistema. Hay armonía en las relaciones cuando hay armonía en el sistema. Se tiene Paz cuando la oscilación entre la fidelidad al sistema y a uno mismo están en equilibrio. Cuando se incorpora en la vida cotidiana los principios que enseñan tanto los órdenes del amor como los órdenes de la realidad. Y, esto es viable, si se logra silenciar y dulcificar el peso y el barullo del ayer.

¿Cómo lograrlo? Dando dos movimientos. Uno, cuando a través del trabajo personal dejamos de agobiarnos y estibar el dolor del pasado y nos robustecemos con el aprendizaje de la lección de ese dolor, se moderan los litigios, martilleos y rugidos de lo pretérito y caduco. Dos, cuando dejo de arrogarme la postura “del saber” y me abro a ser principiante, a comprender que la vida es un noviciado, y que en la escuela de la tierra soy un aprendiz. Esto conlleva, en el espacio de lo que estamos reflexionando, reconocer: “tú eres un ancestro, que viniste a dignificar, beneficiar y florecer mi vida con tu dolor. Desde tu historia y tus experiencias, me das la posibilidad de aprender.” No lucho contigo o tu legado, me reconcilio. De ese modo, corto lazos que me atan al pasado y lleno de paz mi vida. 

Entonces, tengo paz cuando en lugar de pelear con los ancestros aprendemos de ellos. Mi cuerpo tiene paz cuando en lugar de batallar con las historias de los cuerpos de mis ancestros, mi cuerpo aprende de sus cuerpos.

Tenemos paz si tenemos equilibrio interior y para lograrlo se requiere estar presentes en el presente. Jorge Luis Borges nos comparte que “Con el tiempo te das cuenta de que cada experiencia vivida con cada persona es irrepetible. Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro, sino el momento que estabas viviendo justo en ese instante. Con el tiempo aprenderás que intentar perdonar o pedir perdón, decir que amas, decir que extrañas, decir que necesitas, decir que quieres ser amigo, ante una tumba ya no tiene ningún sentido.” De manera que abrirse a vivir el presente es abrazar los encuentros, porque es a través de las relaciones donde esto en verdad sucede.

Tenemos paz si dejamos de escuchar las voces tóxicas, a los inquisidores y saboteadores interiores. A ellos los podemos silenciar si les damos un sitio en nuestra historia y comprendemos el significado de su presencia en nuestra vida. En el cuerpo ocurre algo similar. Los órganos se quejan, nos agitan con sus protestas. Y todo se reduce a escuchar sus reclamos y darles lugar. Algún ancestro habla a través de sus alborotos porque no tiene otro modo de hacerlo.   

Tratemos de comprender la paz como la disposición adecuada para que el amor germine en nuestra vida. Los terapeutas debemos ser sembradores de conciencia, sembradores de paz, sembradores de amor, sembradores de evolución. Y, la primera memoria de paz y amor que tenemos es una memoria corporal. Nuestra madre sembró esas semillas en muestro cuerpo a través del consuelo dando cobijo, nutrición y afecto. La paz del cuerpo es testimonio de un cuerpo de amor. La paz del cuerpo es una evidencia de la paz del sistema. Un sistema qué, como mamá, es capaz de dar consuelo, que no excluye, no guarda secretos, no victimiza. O que al menos lo intenta.

 

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