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20 abril 2022

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Mariposa Lily. El vínculo con mamá. La seguridad ontológica.

Mariposa Lily. El vínculo con mamá. La seguridad ontológica.

A partir de aquella noche todo cambió dentro de mí; volví a estar habitado; ya no era aquel lastimoso vacío en el que daban vueltas (como los desperdicios de una habitación abandonada) las nostalgias, los reproches y las acusaciones; de repente la habitación de mi interior estaba arreglada y alguien vivía dentro de ella.

Milan Kundera, La broma

 

He tenido la oportunidad de escribir, sobre Mariposa Lily, una serie de textos a lo largo del tiempo, la mayoría de naturaleza clínica y terapéutica, que ilustran sobre los beneficios sanadores que esta esencia proporciona.

Por otra parte, existen varios trabajos, como el de Richard Katz y Patricia Kaminski, que nos acercan al conocimiento de la esencia de esta flor y a la comprensión de sus mecanismos fundantes que ponen en evidencia los alcances de su obra sobre el alma de cada persona. En el presente, quiero hablar del patrón emocional de este remedio que se relaciona, en mucho, con nuestro sentimiento de seguridad ontológica, afecto que hemos consolidado o no, en nuestra vida, en la matriz de ese particular y único vínculo que conformó el juego de interacciones vivido en la relación con nuestra madre.

Un vínculo en donde se reactualizan todos los pasados (constelares, arquetípicos, kármicos y prepersonales) que traemos en la mochila de nuestra memoria al tiempo de nacer. 

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El cuerpo de mamá

 

Tal vez sea algo demasiado obvio para recordar pero me arriesgo: entramos en la vida, encarnamos en esta tierra, por intermedio del cuerpo de mamá. Ella nos proporciona la primera casa donde habitamos, el primer territorio donde nos vamos forjando, el primer mundo en el cual interactuamos. Nos brinda un espacio lleno de matices y vaivenes, tanto materiales como sutiles, un mundo donde aprendemos, al ritmo del latir de su corazón, los esquemas básicos de las emociones. 

 

Cuando dejamos esta primera morada, cuando nos separan de la placenta, de nuevo nuestra madre ofrece un modelo de cobijo y abrigo con sus brazos alrededor de nuestro frágil cuerpo. Los brazos de mamá, en nuestra piel,

dibujan una segunda placenta de protección y, durante mucho tiempo, somos demandantes de ese gesto de mamá para poder, no sólo sobrevivir, sino vivir.

 

Esta dimensión, en lo simbólico, está representada por la luna: la energía lunar es la que impronta la transición del nacimiento. De manera que la luna, en nuestra carta natal, representa la energía de mamá, esa energía que nos da seguridad y que determina, en cierto modo, nuestra personalidad. 

 

Al introducir esta idea de la función madre como modeladora de la personalidad, vale la pena mencionar que nuestra personalidad, al igual que mamá, es lo que nos sostiene, protege, arraiga y nutre, de tal manera que podemos hacer un juego de transformaciones en el cual vamos a incluir los conceptos de mamá, personalidad y familia como ejes simbólicos que nos atan al pasado, pero que a la par nos cimientan en la seguridad que permite desplegar el ser. Dicho de otro modo, mamá, familia y personalidad son nuestras estructuras básicas imaginarias de búsqueda de seguridad a la cual retornamos en cada circunstancia adversa de la vida en la cual sentimos amenazada nuestra identidad.

 

¿Qué ocurre cuando una persona se relaciona de un modo tal que todo lo que nutre lo vive como tóxico y todo lo intoxicante lo vive como nutritivo? ¿Qué ocurre con una persona cuando vive todo cobijo como ahogo y todo ahogo como cobijo? ¿Qué sucede cuando una persona se siente insegura, desprotegida y vivencia toda separación como abandono? Ese cuerpo de mamá, hoy interiorizado como una constelación afectiva, hoy funcionado como “la personalidad”, ese “cuerpo”, que tendría que estar proporcionando nutrición, protección, sostén y amparo, no cubre ahora estas demandas y deja a la persona sumida en la sensación de desprotección y desamparo.

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La seguridad

 

La seguridad es, en nuestro mundo emocional, lo que el sistema óseo es en el físico: sostén, protección, firmeza, estabilidad… Aquello que nos mantiene en pie ante las tormentas y placeres de la vida.

 

Cuando la seguridad se desenvuelve de un modo armónico se presenta, ante la conciencia, como certidumbre y capacidad de discernimiento. En una época histórica como la actual, donde el desequilibrio es un dato constante y cotidiano, parece natural que los seres humanos busquen moradas “seguras” donde refugiarse, pero que, muchas veces, acaban convirtiéndose en murallas detrás de las que se aíslan y, sin embargo, no logran superar sus temores. Ocurre, entonces, que aun conscientes del elevado precio que pagan, eligen no innovar y ver pasar la vida

dejándola ir, sin animarse a correr el más mínimo riesgo por vivirla y, así, van muriendo lentamente de melancolía, en un estado emocional que ilustran magníficamente los versos de Fernando Pessoa (bajo su heterónimo Alberto Caeiro): Cuando venga la primavera, / si yo ya estuviese muerto, / las flores florecerán del mismo modo / y los árboles no serán menos verdes que en la primavera pasada. / La realidad no me necesita.

 

La seguridad es al hacer, lo que la intuición al pensamiento. Ambos condensadores psíquicos nos dan las certezas necesarias para avanzar en la vida y ambos se forjan en el crisol materno. Si faltan o son endebles, nos derrumbamos o nos rigidizamos como extremos defensivos frente al miedo. Sentimos pavor ante la posibilidad de perder las seguridades adquiridas porque en realidad las sentimos pobremente aferradas a nuestra piel. Sentimos terror ante la aniquilación de nuestra identidad (como ocurre en la persona Rock Rose) porque nos apreciamos fuertemente inseguros.

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Lo que la seguridad nos da

 

La búsqueda de seguridad intenta dar cobertura a cuatro demandas básicas: cobijo, protección, nutrición y afecto. (Necesidades imprescindibles y urgentes, como se las siente en estos versos de Pablo Neruda: Ámame, tú, sonríeme, / ayúdame a ser bueno.)

 

El cobijo y la protección nos hacen experimentar que “tenemos” una casa -que primero fue un útero- y, por lo tanto, nos invade la vivencia de “estar más seguros”; el alimento nos da la sensación de que, cuando tenemos el estómago lleno, nos sentimos más seguros, y por último, percibidas las señales de que somos queridos y aceptados, el afecto nos provee de un umbral creciente de mayor seguridad.

Mamá fue quien nos enseñó a encontrar, en su vientre primero, luego en sus brazos y sus pechos, y más tarde en su voz, el camino para satisfacer tales requerimientos imperativos para realizar en plenitud nuestra verdadera esencia.

 

Es tan central la seguridad en nuestra vida que su carencia nos arroja al desamparo. El hombre que la posee, incluso de modo precario o transitorio, es capaz de cualquier sacrificio con tal de no perderla, aun de enfermarse, ya que, para muchas personas, la locura o un síntoma orgánico representan, imaginariamente, la posibilidad de sostenerse en alguna amarra, estar cobijado por algo.

 

La seguridad implica tener la certeza de saber, en principio, dónde uno está parado y qué quiere lograr, y luego hacia dónde se va y en la marcha permite mantener el ritmo propio de nuestros pasos, con alegría, a pesar todos los escollos del camino, y a no temerle a lo que pueda suceder (sobre todo, en estos tiempos de incertidumbre globalizada). Una persona insegura es alguien extraviado y perdido por los senderos de la vida, alguien sometido, en su andar, a las mareas emocionales de los otros y a sus propias mareas incontrolables. Seguridad también significa confianza en uno mismo (y, de ser creyente, en los designios superiores) y confianza en que se no correrá ningún peligro insalvable, que nada va a fallar (y que si algo falla, se podrá volver a intentar). Es ese estado de íntima convicción de que aquello que deseo, si mantengo la impecabilidad en mis actos, si tengo fe y estoy despierto, sucederá sin duda. Por lo tanto, la seguridad es un afecto que nos aleja tanto del miedo como de la angustia, tanto de lo temible como de lo incierto. 

 

Por otra parte, la sensación de seguridad es, en lo visceral y lo cardíaco de cada persona, un sentimiento tan inexplicable como la fe o el amor. Aquí hablamos de la seguridad como de una capacidad del alma para sostener de pie a la persona en la vida cotidiana y ayudarla a hacer y a evolucionar, y no, por ejemplo, la que puede dar el dinero, la belleza exterior, un título, o el ejercicio de algún poder o destreza. Hablamos de ese “algo” que cada uno sabe si posee o no se posee, ese sentimiento que no necesita razones para su presencia o ausencia (aunque se pueda, desde lo psicológico, analizar las causas de una u otra), que no se puede incorporar por transfusión y que no depende de lo exterior porque sólo surge, como un surtidor, de la médula del alma. Pero no somos deterministas. No se nace con este “don” para toda la vida -aunque nos sentimos cobijados y seguros en el útero materno-, y si en la infancia nadie nos ha procurado seguridad, a pesar de ello es posible alcanzarla y merecerla, como la fe, como el amor…

mama

Mamá y la seguridad

 

Aprendimos de mamá a nutrirnos y en esa etapa nutricia no sólo nos dio alimento sino también seguridad. Con cada abrazo nos llenó de firmeza, en cada rechazo nos preñó de incertidumbres. Así, como nos enseñó a alimentarnos, protegernos, caminar y hablar, mamá nos dio las coordenadas básicas para asimilar la energía de la seguridad o la falta de ella. Una seguridad que recorre cada parte de nuestro cuerpo y llena cada una de nuestras glándulas y vísceras con su presencia. Una seguridad que transita a la par con nuestra sangre oxigenando nuestro espíritu, mientras ésta lo hace con el cuerpo.

Mamá fue quien nos enseñó a encontrar, en su vientre primero, luego en sus brazos y sus pechos, y más tarde en su voz, el camino para satisfacer tales requerimientos imperativos para realizar en plenitud nuestra verdadera esencia.

 

Es tan central la seguridad en nuestra vida que su carencia nos arroja al desamparo. El hombre que la posee, incluso de modo precario o transitorio, es capaz de cualquier sacrificio con tal de no perderla, aun de enfermarse, ya que, para muchas personas, la locura o un síntoma orgánico representan, imaginariamente, la posibilidad de sostenerse en alguna amarra, estar cobijado por algo.

 

La seguridad implica tener la certeza de saber, en principio, dónde uno está parado y qué quiere lograr, y luego hacia dónde se va y en la marcha permite mantener el ritmo propio de nuestros pasos, con alegría, a pesar todos los escollos del camino, y a no temerle a lo que pueda suceder (sobre todo, en estos tiempos de incertidumbre globalizada). Una persona insegura es alguien extraviado y perdido por los senderos de la vida, alguien sometido, en su andar, a las mareas emocionales de los otros y a sus propias mareas incontrolables. Seguridad también significa confianza en uno mismo (y, de ser creyente, en los designios superiores) y confianza en que se no correrá ningún peligro insalvable, que nada va a fallar (y que si algo falla, se podrá volver a intentar). Es ese estado de íntima convicción de que aquello que deseo, si mantengo la impecabilidad en mis actos, si tengo fe y estoy despierto, sucederá sin duda. Por lo tanto, la seguridad es un afecto que nos aleja tanto del miedo como de la angustia, tanto de lo temible como de lo incierto. 

 

Por otra parte, la sensación de seguridad es, en lo visceral y lo cardíaco de cada persona, un sentimiento tan inexplicable como la fe o el amor. Aquí hablamos de la seguridad como de una capacidad del alma para sostener de pie a la persona en la vida cotidiana y ayudarla a hacer y a evolucionar, y no, por ejemplo, la que puede dar el dinero, la belleza exterior, un título, o el ejercicio de algún poder o destreza. Hablamos de ese “algo” que cada uno sabe si posee o no se posee, ese sentimiento que no necesita razones para su presencia o ausencia (aunque se pueda, desde lo psicológico, analizar las causas de una u otra), que no se puede incorporar por transfusión y que no depende de lo exterior porque sólo surge, como un surtidor, de la médula del alma. Pero no somos deterministas. No se nace con este “don” para toda la vida -aunque nos sentimos cobijados y seguros en el útero materno-, y si en la infancia nadie nos ha procurado seguridad, a pesar de ello es posible alcanzarla y merecerla, como la fe, como el amor…

Las consecuencias clínicas  

 

Hilvanada así la reflexión anterior, previamente al abordaje de Mariposa Lily, debemos decir ahora que este remedio se presenta como una herramienta crucial para todas los seres humanos, ya que -sea por vía biográfica, prepersonal o transpersonal- todos nosotros cargamos con alguna cuenta pendiente con mamá, con alguna situación en donde las insuficiencias parecen predominar. 

 

A veces, desplazamos estas insuficiencias al cuerpo, en síntomas (especialmente digestivos, circulatorios, respiratorios y óseos), o al psiquismo (como por ejemplo las psicosis o los sentimientos de desamparo, desolación y abandono) y, muchas otras veces, proyectamos en nuestras relaciones interpersonales, los conflictos, deudas y temores conectados con esta constelación materna. Además de sanar nuestra relación con mamá -y todo lo que ello implica- Mariposa Lily equilibra nuestra personalidad, nos da una mayor conexión con nuestro cuerpo -vivido como el pivote de nuestra existencia-, nos reconcilia con nuestra familia, nos amiga con nuestro pasado y nos reconecta con nuestras emociones. 

 

Nos hace comprender que madre, familia, personalidad, cuerpo y memoria son una serie de estructuras que, si bien pueden atarnos regresiva y a veces dolorosamente al ayer, también pueden devenir en “medios de navegación” hacia el desapego por el sendero del crecimiento. Son sistemas de referencia que, cual “pista de despegue”, a veces nos retienen en ella, con el argumento de las “malas condiciones climáticas”, otras nos obligan a un involuntario “aterrizaje forzoso” por “falta de combustible”, pero a partir de un momento de nuestra historia personal bien podemos lograr, al fin, que nos sirvan de “plataforma”, para que desde allí aprendamos a remontar vuelo por nuestros propios medios, con nuestro propio avión y a nuestro aire. Y tal vez, entonces, podamos decir, como el gran poeta argentino Juan Gelman: Hemos quemado el miedo, / hemos mirado frente a frente al dolor, / antes de merecer esta esperanza.

 

De alguna manera, Mariposa Lily nos hace unir las dos puntas del ovillo de la trama de nuestra vida: los anclajes del pasado que nos constituyen (mamá, familia, cuerpo, personalidad y memoria) y el destino al cual caminamos (trascendencia, aprendizaje), que nos lleva a evolucionar, no negando el ayer sino construyendo nuestra identidad sobre esa base, pero transformándola. 

 

Después de todo, la seguridad -“eso” que sentíamos prendidos a la teta de mamá- es el sentimiento que nos permite tener continuidad en el cambio permanente al que la vida nos convoca y arroja. Tener un corazón Mariposa Lily es estar abierto al porvenir, sin temer perdernos en el remolino del laberinto de nuestros afectos, el entretejido de nuestras relaciones o la maraña de nuestros sueños. Es sentir ganas de recitar en voz alta estos versos de Antonio Machado: Mi corazón espera / también hacia la luz y hacia la vida / otro milagro de la primavera. 

 

Es sentir que fluye, dentro de nosotros y como de una fuente inagotable, la fortaleza para enfrentar los desafíos de la vida. Que hay algo o alguien valioso dentro de nuestra ahora ordenada “habitación interior” (ésa de la que nos habla Milan Kundera en el epígrafe). Y es sentir, también, que nunca estamos solos o desamparados, porque habitamos una trama que nos da cobijo, albergue, protección y sustento, y que al mismo tiempo nos alienta a avanzar hacia el mañana sin temor y con la seguridad de que “nada nos puede faltar”.

EDUARDO H. GRECCO

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